Bella era la más hermosa de todas las mujeres. Nadie podía igualarla en
elegancia, en belleza. Provocaba suspiros en cualquiera que la viera
pasar. Pero su corazón era frío, duro como la roca, distante, jamás
ninguna emoción había hecho mella en él.
Por eso, cuando una tarde vio en el río el reflejo de un ser
fabuloso, cuando vio los ojos curiosos que la miraban desde el agua,
Bella se supo cautiva, hechizada, presa de sus emociones... y viva por
fin.
Al minuto siguiente él ya no estaba. Y aunque buscó y le llamó, no
encontró a su Unicornio. Suyo, porque solo ella le conocía, solo ella
le amaba, solo ella creía en él...
Desde entonces, Bella descuidó su ajuar, dejó de mimar su piel
untándola de esencias, olvidó sus joyas en el fondo de sus cofres, dejó
de buscarse en los espejos, de cepillar su cabello... y sus ojos azules
se cubrieron con un velo de tristeza. Pero seguía sabiéndose viva...
Las gentes del lugar inventaron leyendas y fantasías que explicaban
por qué cada amanecer la que seguía siendo la muchacha más hermosa de
cuantas habían visto, recorría el farallón más alto, su vestido
agitándose al viento, su melena enredándose y danzando alrededor de su
rostro, su mirada ausente, buscando en el horizonte lo que nadie
acertaba a imaginar.
Un día, al paso de un peregrino, Bella se acercó y le preguntó:
-Buen hombre, tú que llevas la sabiduría reflejada en tu rostro, y
al que la experiencia de toda una vida ha dibujado arrugas en la piel,
dime, ¿cómo lo puedo encontrar?
-No sé qué persigues, pero cuanto menos lo busques, más rápido lo encontrarás -fue su respuesta.
Sin embargo, Bella empezó a hilar una red con sus largos cabellos.
Tejió y tejió y cierto día, cuando los hombres miraron al acantilado,
vieron una inmensa tela de araña que se balanceaba al viento y cubría
el acantilado entero, desde la costa hasta el confín del mar. Y allí
esperaba Bella, y tras un tiempo apareció su Unicornio, trotando sobre
las olas, mirándola fijamente, tal vez con desdén, tal vez con
sorpresa. Y en la red de Bella quedó atrapado su Unicornio.
Ella se acercó y acarició su piel, su crin, mientras sonreía por
saber suyo al Unicornio. Creyó que al caer en la red, el Unicornio no
podría sino quererla siempre, como ella haría con él. Pero el Unicornio
habló, habló de lo absurdo de los amores que encarcelan y esclavizan al
otro...
-Aunque me apreses, ates mis movimientos o me guardes en tu sitio
más secreto y protegido de tu palacio, nada obtendrás de mí. Esta red
sólo consigue atrapar mi cuerpo, pero mi corazón no puede ser tu
cautivo. Sólo somos capaces de querer a los demás desde nuestra
libertad.
Bella, confundida, pensó que solo deseaba que llegara el día en que
el unicornio fuera capaz de amarla... nada más. Y la red se deshizo
instantáneamente, y el Unicornio escapó. Bella se quedó quieta,
inmóvil, tanto que su cuerpo empezó a convertirse en una estatua de
piedra, hermosa, sublime, la más perfecta que nadie jamás hubiera
esculpido.
Desde ese día, la estatua de Bella en lo alto del acantilado ve
acercarse a muchachas enamoradas que le cuentan sus sueños, sus
ilusiones; a niños que juegan y danzan a su alrededor; a un joven
flautista que aprendió a tocar a los pies de la estatua y que ahora
deleita a todos con su música, tal vez en un vano intento de sacar a
Bella de su sueño eterno. Pero lo más sorprendente son las flores que
cada amanecer, rodean la estatua y cuelgan de las manos de piedra,
frescas, lindas, cubriendo con su olor y sus colores a Bella.
Cuentan que hay alguien que llega con las primeras luces del alba,
se inclina reverente, con devoción casi, ante la estatua, deja
descansar unos instantes su cabeza en su regazo... Y se marcha, dejando
su ofrenda, corriendo veloz, galopando sobre la espuma de las olas.
Es el Unicornio.